
1521-1600 La creación de Nueva España
Cuando Tenochtitlan cayó el 13 de agosto de 1521, la ciudad estaba en ruinas. Las crónicas hablan de decenas de miles de cadáveres en calles y canales. De los 200.000 a 250.000 habitantes que se estima tuvo la capital mexica en su apogeo, tras el asedio apenas sobrevivían entre 30.000 y 40.000, debilitados por el hambre y la epidemia de viruela que había golpeado desde 1520.
Los primeros años fueron de emergencia. Entre 1521 y 1523, Cortés y sus hombres ocuparon los restos del palacio de Axayácatl y algunas casas de piedra que habían resistido. Los mexicas sobrevivientes fueron replegados a barrios periféricos, sobre todo en Tlatelolco, que se convirtió en el principal núcleo indígena de la nueva ciudad. La urbe estaba en silencio, cubierta de escombros y pestilencia, pero para Cortés seguía siendo el lugar estratégico: en ese islote debía levantarse la capital de la Nueva España.
En 1524, el alarife Alonso García Bravo recibió la orden de diseñar la nueva traza. Con escuadra y cordel marcó un plano en damero, al estilo castellano. El centro de la antigua ciudad —el recinto sagrado con el Templo Mayor— fue demolido y convertido en la Plaza Mayor, corazón de la nueva Ciudad de México. Sobre las piedras del templo se levantó una iglesia provisional, origen de la futura Catedral Metropolitana.
Entre 1524 y 1530, la ciudad empezó a tomar forma:
- Se levantaron casas para los conquistadores con piedras reutilizadas.
- Se iniciaron obras de conventos franciscanos y dominicos, que serían centros de evangelización.
- El acueducto de Chapultepec fue reconstruido en 1530 para abastecer de agua a las fuentes públicas.
El comercio revivió pronto. El mercado de Tlatelolco, que según Bernal Díaz del Castillo podía reunir hasta 40.000 personas en un solo día, volvió a ser un centro de intercambio, ahora vigilado por españoles, pero abastecido por miles de indígenas.
Entre 1530 y 1550, la reconstrucción se aceleró:
- Se consolidaron los grandes conventos (San Francisco, Santo Domingo, San Agustín).
- Se construyó el Palacio de los Virreyes en el costado de la Plaza Mayor.
- La catedral empezó a crecer en tamaño y ambición, aunque la obra completa tardaría más de un siglo.
Para 1550, apenas 30 años después de la caída, la Ciudad de México tenía ya unos 40.000 a 50.000 habitantes, de los cuales la mayoría eran indígenas, aunque el número de españoles, criollos y africanos iba en aumento. La ciudad había renacido como capital virreinal, centro político y económico de toda la Nueva España.
Hacia 1600, con más de 100.000 habitantes, era una de las urbes más grandes y ricas del mundo, comparable a Sevilla o Lisboa. Lo que había sido Tenochtitlan ya no existía, pero en sus cimientos se alzaba una ciudad nueva, mestiza, mezcla de dos mundos.
El nacimiento de una nueva sociedad
Cuando Tenochtitlan cayó en 1521, la ciudad no solo se desplomó en piedras y cenizas, también en su estructura social. Los grandes señores, los guerreros, los sacerdotes del sol y la luna vieron derrumbarse el mundo que conocían. Pero la vida no se extinguió: de entre las ruinas, los sobrevivientes se adaptaron a un orden nuevo que llegaba con armaduras, cruces y banderas.
En los primeros años, entre 1521 y 1530, el poder se sostuvo sobre un frágil equilibrio. Los españoles eran pocos, apenas unos miles frente a millones de indígenas. Necesitaron a los viejos nobles mexicas para administrar a la gente común, ahora convertida en tributaria de la Corona y de los encomenderos. La nobleza indígena conservó títulos, cacicazgos y tierras, pero ya no en nombre de Huitzilopochtli ni de Moctezuma, sino en nombre del rey de Castilla.
A mediados de los años treinta, la ciudad comenzó a llenarse de frailes: franciscanos primero, luego dominicos y agustinos. La evangelización fue masiva. En los atrios de los nuevos conventos, miles de indígenas escuchaban en náhuatl las historias de Cristo y la Virgen. Los frailes prohibieron sacrificios, pero permitieron que muchas fiestas siguieran, ahora con santos en lugar de dioses. En esos mismos espacios nacieron escuelas donde los hijos de la nobleza aprendieron a leer y escribir en castellano y latín. Era el inicio de una cultura mestiza, aún en germen.
Para 1550, la sociedad había cambiado de rostro. En la cúspide estaban los españoles, dueños de cargos, comercio y tierras. Sus hijos nacidos en la Nueva España —los criollos— comenzaban a ocupar cada vez más espacio. En medio, surgía una nueva gente: los mestizos, hijos de españoles e indígenas, que no encajaban en ninguno de los dos mundos, pero empezaban a multiplicarse en oficios, artesanías y comercio. Abajo, seguía la mayoría indígena, los macehuales, que continuaban sembrando maíz, pagando tributo y adaptándose a las nuevas formas de fe. Desde los puertos también llegaban cada vez más esclavos africanos, que se sumaban a esta sociedad diversa y jerarquizada.
Hacia el año 1600, la transformación era evidente. La Ciudad de México, levantada sobre los restos de Tenochtitlan, tenía ya más de 100.000 habitantes, una de las urbes más grandes del mundo. En sus calles convivían el repicar de campanas con el murmullo del náhuatl; los mercados de Tlatelolco seguían abarrotados de maíz, cacao y flores, pero ahora bajo la vigilancia de corregidores españoles; las procesiones religiosas mezclaban cruces y vírgenes con danzas y flores que venían del tiempo antiguo.
La sociedad novohispana ya no era mexica ni española: era otra cosa nueva, un tejido mestizo. Los españoles mandaban, los criollos crecían, los indígenas se adaptaban, los africanos trabajaban y los mestizos, cada vez más visibles, tejían los lazos de una identidad distinta.
En menos de ochenta años, lo que había sido el corazón de un imperio indígena se había convertido en el corazón de un virreinato, y con ello nació una sociedad mestiza que daría forma al México novohispano.
El desastre inicial y la recuperación de la población
En vísperas de la llegada de Cortés, hacia 1519, el corazón de Mesoamérica latía con fuerza. El Imperio mexica, a través de la Triple Alianza (Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan), extendía su influencia sobre un vasto territorio del altiplano central, las costas del Golfo y parte del sur de México. Los cronistas y estudios modernos estiman que la población de estas regiones rondaba entre 15 y 20 millones de personas, con Tenochtitlan como la joya del lago, habitada por 200.000 a 250.000 habitantes, una de las ciudades más grandes del mundo de su tiempo.
Los campos de chinampas de Xochimilco producían maíz y flores para cientos de miles; Tlaxcala, con unos 150.000 habitantes, se mantenía orgullosa en guerra constante contra los mexicas; Cholula, con más de 100.000 almas, era centro religioso y de comercio; Michoacán, el reino purépecha, contaba con cerca de 250.000 habitantes en su capital Tzintzuntzan y alrededores; y las regiones mixteca y zapoteca en Oaxaca sumaban casi medio millón de personas. Era un mosaico denso y vibrante de pueblos, mercados y ciudades.
Pero con la guerra vino el desastre. La viruela de 1520, seguida de nuevas epidemias de sarampión (1531) y tifo (1540), se abatió sobre poblaciones que no tenían defensas naturales. La caída de Tenochtitlan fue solo el inicio: entre 1520 y 1550, pueblos enteros desaparecieron, campos quedaron vacíos y mercados se redujeron al silencio.
Para mediados del siglo XVI, la población de la Nueva España había caído a unos 4–5 millones, apenas un cuarto de lo que había sido treinta años antes. Y hacia el año 1600, las cifras eran aún más dramáticas: solo 2 a 3 millones de habitantes indígenas sobrevivían en el área que un siglo antes albergaba a más de 15 millones.

Tenochtitlan, reducida a escombros en 1521, se transformó en la Ciudad de México, que para 1600 reunía más de 100.000 habitantes, ahora una mezcla de españoles, criollos, indígenas, mestizos y africanos. Tlaxcala, orgullosa aliada, había perdido más de la mitad de su población por epidemias, pero conservaba su prestigio. Cholula, Texcoco y Coyoacán se convirtieron en ciudades secundarias, integradas como pueblos tributarios. Michoacán y Oaxaca también vieron sus números desplomarse, aunque sus nobles fueron integrados como caciques al servicio de la Corona.
El mosaico humano había cambiado: lo que antes era un mundo casi enteramente indígena, con unos 15–20 millones de personas, se convirtió en una sociedad de apenas 2–3 millones de indígenas, reforzada por unos 150.000 españoles y criollos, decenas de miles de mestizos y una población africana que empezaba a ser significativa en las ciudades y haciendas.