
1518–1521: La conquista del imperio mexica
La noche previa a la partida, el gobernador intentó detenerlo. Un mensajero llegó con la orden de revocar el mando a Cortés. Sin embargo, el capitán ya lo esperaba: con rapidez reunió a los suyos, subió a bordo de la nave capitana y ordenó levar anclas. Las once velas se desplegaron con el viento de la madrugada, y la flota se perdió en la penumbra del horizonte antes de que Velázquez pudiera actuar.
Atrás quedaba Cuba, con su gobernador furioso y traicionado; delante, un continente lleno de incógnitas. Cortés, de pie sobre la cubierta, contemplaba la costa que se alejaba y sonreía con serenidad. Sabía que había roto cadenas y que ya no servía a otro señor que a su ambición y, en su discurso, al rey. El mar lo empujaba hacia aquellas tierras de templos, mercados y ejércitos que Grijalva había descrito. Lo que había empezado como una empresa de exploración se había convertido, esa misma noche, en el inicio de la conquista de un imperio.
Villa Rica de la Vera Cruz
Las once naves de Cortés surcaron durante semanas el mar Caribe, hasta que una mañana de abril de 1519, el horizonte se tiñó de verde intenso. Eran las costas de una tierra vasta, cubierta de montes y selvas. El aire húmedo traía aromas nuevos y desconocidos, y los hombres, fatigados de la navegación, respiraron con júbilo. Habían llegado al corazón de lo que Grijalva había avistado un año antes: el Anáhuac.
Las naves fondearon cerca de una amplia playa, en las cercanías de lo que hoy es el puerto de Veracruz. Allí acudieron emisarios mexicas, enviados por Moctezuma II, deseosos de averiguar quiénes eran aquellos forasteros que venían con trajes de hierro, animales extraños y armas de fuego. Los mensajeros traían presentes: alimentos, telas ricamente bordadas, y sobre todo, objetos de oro que brillaron bajo el sol. Cortés los recibió con cortesía, pero en su interior confirmó lo que ya sospechaba: aquella tierra estaba colmada de riquezas y gobernada por un poder central.
Los mexicas aconsejaban que los españoles regresaran a sus naves y siguieran su camino. Cortés, sin embargo, interpretó aquel gesto como señal de debilidad. Con astucia, comenzó a entablar alianzas con los pueblos totonacas de la región, quienes estaban sometidos al tributo mexica y resentían su dominio.
Mientras tanto, en las playas comenzaron a levantarse chozas, almacenes y un pequeño caserío improvisado. Cortés comprendió que debía dar un paso decisivo: fundar una villa española. Así, con el pretexto de asegurar la presencia de la Corona, reunió a sus hombres y, en solemne acto, proclamó la creación de la Villa Rica de la Vera Cruz.
- “Villa Rica” por la abundancia de oro que los primeros contactos revelaban.
- “Vera Cruz” porque había sido fundada en los días de la Pascua florida, en Semana Santa.
Se eligieron alcaldes y regidores, dando vida al primer cabildo en tierra firme de la Nueva España. Era un gesto calculado: mediante ese cabildo, Cortés ya no respondía a Velázquez, el gobernador de Cuba, sino directamente al rey Carlos I. Con un hábil movimiento legal, había roto sus vínculos con su antiguo superior y legitimado su empresa.
En esas playas se mezclaban la inquietud y la esperanza. Los soldados, que hasta entonces habían visto la expedición como una aventura incierta, comenzaron a sentir que aquel asentamiento era el inicio de algo más grande. Allí, frente al mar, nació el primer núcleo español en México, el punto de partida desde donde se organizaría la marcha hacia el interior.
No pasó mucho tiempo antes de que Cortés, temiendo la deserción y el regreso de algunos hombres a Cuba, tomara una decisión drástica: hundir las naves. Con ello, cortaba toda posibilidad de retirada. Solo quedaba avanzar tierra adentro, hacia las grandes ciudades de las que hablaban los emisarios mexicas.

Los hombres observaron las velas arder y los cascos abrirse bajo el agua salada. Supieron entonces que no había marcha atrás: frente a ellos se extendía un continente desconocido, y detrás, el océano inmenso. La suerte estaba echada en Veracruz.
Construyendo alianzas
El eco de las hachas y el humo de las naves hundidas aún flotaban en el aire de Veracruz cuando Cortés decidió adentrarse tierra adentro. Había sellado la suerte de sus hombres: no quedaba vuelta atrás. Ahora, la única opción era avanzar hacia el corazón de aquel vasto imperio del que hablaban los mensajeros mexicas.
El camino fue áspero y lleno de incertidumbre. Selvas espesas, montañas elevadas y caminos pedregosos pusieron a prueba la resistencia de soldados y caballos. Pero cada jornada traía también encuentros con nuevos pueblos. Los totonacas, cansados de los tributos que debían pagar al emperador mexica, no dudaron en apoyar a los españoles: ofrecieron alimentos, cargadores y valiosa información sobre la política del altiplano. Cortés entendió que no era solo la pólvora la que abriría paso a su expedición, sino el descontento acumulado contra Tenochtitlan.
Pronto apareció ante ellos un obstáculo formidable: la confederación tlaxcalteca, enemigos jurados de los mexicas. Cortés esperaba ganarlos como aliados, pero los tlaxcaltecas lo recibieron con lanzas y macanas. Durante semanas, los españoles y sus aliados totonacas libraron duros combates en los llanos, donde las huestes indígenas se lanzaban en oleadas interminables contra los caballos y la artillería.
Las batallas parecían no tener fin, hasta que la resistencia de los tlaxcaltecas se quebró. Admirados por la valentía de los extranjeros y conscientes de que podían ser un arma poderosa contra sus enemigos ancestrales, los señores de Tlaxcala ofrecieron finalmente la paz. Cortés entró en la ciudad como huésped, y allí, entre banquetes y rituales, se selló la alianza más decisiva de toda la conquista. Desde ese momento, los tlaxcaltecas no solo se convirtieron en aliados, sino en hermanos de guerra, aportando miles de guerreros a las filas castellanas.
Con ese respaldo, Cortés marchó hacia Cholula, ciudad de templos elevados y de gran importancia religiosa bajo la sombra del volcán Popocatépetl. Allí fue recibido con solemnidad, pero pronto surgieron rumores: los mexicas planeaban tenderles una emboscada. Cortés actuó con rapidez y dureza. Convocó a los principales de la ciudad al patio ceremonial y, de repente, ordenó un ataque. Las tropas españolas y tlaxcaltecas desataron una masacre que quedó grabada en la memoria de Mesoamérica como el “matanza de Cholula”.
Aquella sangre derramada, aunque cruel, consolidó la imagen de Cortés como un caudillo implacable, capaz de castigar la traición y premiar la lealtad. Para los pueblos sometidos, representaba ahora una alternativa real frente al poder de Moctezuma; para sus hombres, un líder que sabía convertir la debilidad en fuerza mediante la alianza y el miedo.
Cuando las columnas de humo de Cholula se disiparon, el camino hacia Tenochtitlan quedó abierto. Lo que había comenzado como una expedición de forasteros ya se había transformado en una coalición de pueblos indígenas y españoles, encabezada por un capitán que había pasado de aventurero a caudillo indiscutido.
El encuentro con Moctezuma
El 8 de noviembre de 1519, tras meses de combates, alianzas y traiciones, la columna de Cortés y sus aliados tlaxcaltecas descendió de las montañas y se encontró con el esplendor del Valle de México. Ante sus ojos se extendía un paisaje sin igual: el lago brillante bajo el sol, rodeado de volcanes nevados, y en medio de las aguas, emergiendo como un espejismo, la ciudad de México-Tenochtitlan.
Los españoles quedaron maravillados. Nunca habían visto nada semejante: calzadas de piedra que atravesaban el lago como brazos gigantes, canales por donde circulaban canoas, templos que se alzaban en el cielo, mercados colmados de mercaderías y multitudes que llenaban las plazas. “Era como contemplar las ciudades de Venecia y Sevilla juntas”, escribirían más tarde algunos cronistas.

Moctezuma II, tlatoani de los mexicas, había seguido con atención cada paso de los extranjeros. Dudaba si aquellos hombres eran enviados divinos o simples invasores, pero comprendía que debía enfrentarlos con diplomacia. Vestido con mantos de algodón bordados en plumas preciosas, salió a recibir a Cortés en la calzada de Iztapalapa, acompañado de nobles y sacerdotes.
El encuentro fue solemne y cargado de simbolismo. Cuando Moctezuma intentó tocar el suelo en señal de reverencia, Cortés, rompiendo el protocolo mexica, lo detuvo y lo abrazó como a un igual. Ese gesto desconcertó a todos: los mexicas veían a su señor como un representante de los dioses, intocable para los mortales.
El tlatoani condujo a los recién llegados hasta el corazón de la ciudad, al majestuoso palacio de Axayácatl, donde fueron alojados. Cortés y sus hombres caminaban asombrados entre los templos del recinto sagrado, las esculturas colosales y los altares donde aún humeaba el incienso. El murmullo del pueblo, curioso y temeroso acompañaba a la procesión.
En los días siguientes, Moctezuma colmó de presentes a los españoles: collares de oro, plumería fina, jade y cacao. Pero al mismo tiempo, los mexicas observaban cada movimiento de los extranjeros, conscientes de que la presencia de tantos guerreros tlaxcaltecas en la ciudad era una amenaza. Cortés, hábil y calculador, comprendió que mientras Moctezuma estuviera libre, su posición sería frágil. Así, con astucia y presión, logró lo impensable: el emperador aceptó alojarse bajo la custodia de los españoles. Para la mirada de los cronistas castellanos, era un gesto de sumisión; para muchos mexicas, un signo ominoso de que los dioses habían retirado su favor.
La ciudad seguía latiendo con su vida habitual —los mercados de Tlatelolco rebosaban de productos, los sacerdotes realizaban sacrificios en el Templo Mayor, las calzadas se llenaban de viajeros—, pero bajo aquella normalidad flotaba una tensión invisible. En el centro del lago, la joya del Imperio había abierto sus puertas a los extranjeros… y con ello había sellado el inicio de su tragedia.
Los primeros meses en Tenochtitlan transcurrieron bajo una calma tensa. Cortés y sus hombres convivían como huéspedes y vigilantes dentro del palacio de Axayácatl, mientras Moctezuma II permanecía bajo custodia, aunque aún conservaba parte de su dignidad imperial. El pueblo mexica, sin embargo, miraba con creciente desconfianza a los extranjeros y a sus aliados tlaxcaltecas, que deambulaban por la ciudad como si fueran dueños de ella.
La noche triste
En la primavera de 1520, una noticia alteró todo el equilibrio: una expedición enviada por el gobernador Diego Velázquez, comandada por Pánfilo de Narváez, había llegado a la costa con el objetivo de apresar a Cortés por haber actuado sin autorización. Cortés dejó a Pedro de Alvarado al mando en Tenochtitlan y marchó con parte de sus fuerzas. Astuto y audaz, derrotó a Narváez en Cempoala y convenció a sus hombres de unirse a su causa, duplicando su ejército.
Pero en su ausencia, ocurrió la tragedia. Durante la fiesta de Tóxcatl, en honor a Huitzilopochtli, los mexicas se congregaron en el recinto sagrado. Alvarado, temiendo una insurrección o deseando intimidar, ordenó un ataque sorpresivo contra los nobles y sacerdotes que bailaban desarmados. La sangre corrió en el Templo Mayor: los tambores sagrados callaron de golpe y el pueblo se alzó en furia.
Cuando Cortés regresó a la ciudad, encontró un infierno. Las calles se habían convertido en campos de batalla. Los españoles estaban sitiados en su palacio, y los mexicas, liderados ahora por Cuitláhuac, sucesor de Moctezuma, juraban exterminarlos. Moctezuma intentó calmar a su pueblo, pero fue rechazado con piedras y flechas; poco después murió, en circunstancias confusas, prisionero en su propia casa.
El asedio se volvió insoportable: escaseaban los alimentos, los puentes estaban cortados y la hostilidad crecía a cada hora. Cortés comprendió que debía huir. En la noche del 30 de junio de 1520, bajo la lluvia, los españoles y sus aliados intentaron escapar por la calzada de Tacuba, cargados con oro y tesoros. Pero fueron descubiertos.
El lago se iluminó con gritos, flechas y lanzas. Canoas mexicas atacaban sin tregua, mientras los guerreros defendían a pie los estrechos puentes. Muchos soldados, pesados con el oro saqueado, cayeron al agua y se ahogaron. Caballos y hombres se hundían entre los tablones rotos. Fue la Noche Triste. Solo una parte de la hueste logró abrirse paso hasta tierra firme.
Los sobrevivientes lloraron bajo un ahuehuete centenario en las afueras de la ciudad. Habían perdido hombres, armas y casi todo el botín. Pero en esa derrota también nació una nueva determinación: con el apoyo renovado de Tlaxcala y otras ciudades enemigas de los mexicas, Cortés juró regresar y conquistar Tenochtitlan, costara lo que costara.

La caída de Tenochtitlan
Tras la amarga derrota de la Noche Triste, Hernán Cortés no se resignó. En Tlaxcala, reorganizó sus fuerzas, curó a sus heridos y renovó la alianza con los pueblos enemigos de los mexicas. Allí se gestó la estrategia final: no habría un ataque frontal, sino un asedio sistemático que cortara a Tenochtitlan de sus recursos y la dejara sin respiro.
Con la ayuda de carpinteros y marineros, Cortés ordenó construir en Texcoco trece brigantinas, embarcaciones ligeras armadas con cañones, que serían desmontadas, transportadas por tierra y botadas en el lago. Estas naves españolas, unidas a cientos de canoas aliadas, dominarían las aguas, neutralizando la flota mexica y aislando la ciudad.
En mayo de 1521, comenzó el asedio. Tres grandes columnas, cada una con miles de guerreros tlaxcaltecas, totonacas y otros aliados, avanzaron por las calzadas de Tacuba, Iztapalapa y Tepeyac. Día tras día, casa tras casa, los combates se recrudecieron. Los mexicas, liderados ahora por el joven tlatoani Cuauhtémoc, ofrecieron una resistencia feroz.
La ciudad, antes esplendorosa, se convirtió en un campo de ruinas. Los canales se llenaron de cadáveres, los templos ardieron, y el hambre y las enfermedades (sobre todo la viruela, traída por los europeos) diezmaron a la población. Aun así, los mexicas luchaban con desesperación, defendiendo cada puente y cada plaza, conscientes de que era la defensa final de su mundo.
Durante tres meses, la lucha no cedió. Finalmente, el 13 de agosto de 1521, Cuauhtémoc intentó escapar en una canoa, pero fue capturado en el lago. Llevado ante Cortés, pronunció las palabras que marcaron el fin del imperio: —“Señor Malinche, ya he hecho lo que estaba obligado en defensa de mi ciudad y de mi pueblo. Y pues ya vengo por fuerza y preso delante de ti, toma este puñal que traes en tu cinta y mátame con él.”

Cortés, sin embargo, lo mantuvo prisionero. Con su captura, la gran ciudad de México-Tenochtitlan cayó. Las calzadas, antes repletas de vida, eran ahora ruinas humeantes. Sobre las ruinas de aquel imperio se levantaría la Ciudad de México, capital del nuevo virreinato de la Nueva España.