1325–1521 El Imperio Mexica

1325–1521 El Imperio Mexica

Cuentan los viejos códices que, en tiempos remotos, los mexicas eran un pueblo errante. Venían de un lugar lejano, envuelto en mito y memoria, llamado Aztlán. Bajo el sol inclemente y guiados por la voz de su dios Huitzilopochtli, avanzaban sin descanso, cargando sus dioses en el corazón y sus esperanzas en los pies.

Durante años vagaron por valles y montañas, enfrentando hambre, batallas y desprecio de pueblos más poderosos. Fueron vistos como bárbaros, como extranjeros sin tierra, obligados a servir como mercenarios en guerras ajenas. Pero la profecía los sostenía: algún día hallarían el signo sagrado, el lugar que sería suyo para siempre.

Fue en el año 1325 cuando, en medio del lago de Texcoco, lo vieron: un águila posada sobre un nopal, devorando una serpiente. Allí, entre islotes y aguas salobres, los mexicas alzaron las primeras chozas de México-Tenochtitlan. El suelo era inestable, el entorno hostil… pero también era un santuario.

Al principio, fueron vasallos de los poderosos tepanecas de Azcapotzalco. Pagaban tributos y soportaban humillaciones. Sin embargo, la paciencia del águila tiene garras. Cuando el momento llegó, se aliaron con los pueblos de Texcoco y Tlacopan, y juntos derribaron a sus antiguos opresores.

De esa victoria nació la Triple Alianza (1428). Con ella, la ciudad que había empezado como un asentamiento en el agua se convirtió en la capital de un imperio. Bajo el mando de sus Huey Tlatoani —Itzcóatl, Moctezuma, Axayácatl, Ahuízotl— los ejércitos mexicas extendieron su dominio desde las costas del Golfo hasta las montañas del Pacífico.

En pocos años, lo que fuera un pueblo errante y despreciado se transformó en la nación más poderosa de Mesoamérica. El águila sobre el nopal ya no era solo un signo divino: era el estandarte de un imperio.

La organización del imperio

En el corazón de Tenochtitlan, donde el sol se alzaba sobre el lago y los templos se elevaban como montañas de piedra, la vida seguía un orden tan preciso como el calendario sagrado.

En lo alto del poder reinaba el Huey Tlatoani, señor de hombres y portavoz de los dioses. A su lado, el Cihuacóatl aconsejaba en los asuntos de la ciudad, y un consejo de nobles trazaba el rumbo del imperio. Bajo ellos, una pirámide humana sostenía la grandeza mexica: los pipiltin, nobles de linaje; los macehualtin, labradores de chinampas, artesanos y guerreros; los pochtecas, mercaderes intrépidos que traían noticias y riquezas de tierras lejanas; y, en la base, los tlacotin, esclavos que, aun en su condición, podían soñar con recuperar la libertad.

En cada barrio los jóvenes se preparaban: los hijos de nobles en el calmécac, aprendiendo la palabra de los dioses y la estrategia de la guerra; los del pueblo en el telpochcalli, donde el sudor, la disciplina y el arma eran la enseñanza. Todos sabían que la vida era preparación para la batalla y el servicio a la ciudad.

La religión lo envolvía todo. Los días se regían por los ciclos de dos calendarios que giraban como engranajes divinos. En los templos se invocaba a Huitzilopochtli, sol guerrero; a Tlaloc, dador de lluvias; a Quetzalcóatl, sabio creador del maíz; y a Tezcatlipoca, señor del destino. Para ellos corría la sangre sobre los altares, porque en su cosmovisión el sol necesitaba alimento para seguir caminando en el cielo.

Tenochtitlan era un mundo de agua y piedra, una ciudad que respiraba entre canales y calzadas. Sus mercados bullían con voces y colores, y en sus calles vivían entre 200,000 y 300,000 almas. El imperio, extendido por montañas, costas y valles, llegaba a reunir más de 5 millones de personas bajo la sombra del águila y el nopal.

nopal

Así, entre disciplina, fe y multitud, los mexicas levantaron una de las civilizaciones más poderosas de su tiempo, un imperio donde la vida y la muerte se entrelazaban como dos caras del mismo sol.

El ejército mexica

El sol se alzaba sobre el lago de Texcoco y la ciudad de Tenochtitlan despertaba con él. Entre canales y chinampas, los macehualtin preparaban el maíz y cuidaban los cultivos que alimentaban a miles. En el mercado de Tlatelolco, pronto sonarían las voces de comerciantes ofreciendo cacao, jade y plumas de quetzal.

Pero no toda la ciudad pensaba en el trueque o en el campo. En el telpochcalli, los jóvenes entrenaban desde el amanecer con escudos de madera, lanzadardos y espadas de obsidiana. Cada golpe, cada caída, cada herida era una lección: todos los hombres estaban destinados a ser guerreros, pues la guerra era el corazón que mantenía latiendo al imperio.

En lo alto del poder, el Huey Tlatoani y su consejo decidían el rumbo de la Triple Alianza. Abajo, la pirámide social se sostenía con nobles, campesinos, comerciantes y esclavos, todos con su papel en el gran engranaje. Y sobre todo se alzaba la religión: los dioses pedían sangre, y era el ejército quien debía traerla.

Por eso, cuando los caracoles sonaban anunciando una campaña, la ciudad entera se transformaba. El ejército mexica era colosal: podía reunir de 100,000 a 200,000 hombres en campaña, convocando no solo a los tenochcas, sino también a sus aliados de Texcoco y Tlacopan, y a contingentes de pueblos sometidos que marchaban bajo los estandartes del águila y el jaguar.

Al frente marchaban los guerreros de élite: los caballeros águila, envueltos en plumas que relucían con la luz del amanecer, y los caballeros jaguar, cubiertos con piel moteada que evocaba la fuerza nocturna del felino. Tras ellos, columnas interminables de soldados portaban sus macuahuitls, hondas y lanzadardos, mientras sacerdotes entonaban cantos y los pochtecas abrían camino como espías y diplomáticos.

El espectáculo era sobrecogedor: las calzadas se llenaban de filas interminables, tambores que retumbaban en el aire y estandartes que ondeaban como mares de color. Era una marea humana, capaz de envolver ciudades enteras, que avanzaba no solo para conquistar, sino para mantener el orden del cosmos. Porque en la visión mexica, sin prisioneros no había sacrificios, sin sacrificios el sol no se alzaba, y sin sol, el mundo se hundía en la oscuridad.

Al caer la tarde, en la gran ciudad los templos se teñían de rojo con el sol poniente. Los sacerdotes en el Templo Mayor recibían a los prisioneros de la jornada, y la sangre corría como ofrenda a Huitzilopochtli. Para el ciudadano común, aquello era la confirmación de que la guerra no era solo deber: era garantía de que un nuevo día nacería.

Mexica

Así, Tenochtitlan respiraba con dos pulmones: el trabajo de sus gentes y la fuerza de su ejército. Y entre ambos mantenían vivo un imperio que, en su apogeo, reunió a más de 5 millones de personas, con su capital como una de las ciudades más grandes y poderosas del mundo.

Las alianzas y los enemigos del imperio

En el corazón del valle de México, Tenochtitlan brillaba como un sol que atraía y quemaba al mismo tiempo. Bajo la mirada del Huey Tlatoani, los pueblos de alrededor se dividían entre aliados obligados y enemigos irreductibles.

Tras la gran victoria contra Azcapotzalco, nació la Triple Alianza (1428):

  • Tenochtitlan, con unos 200,000 a 300,000 habitantes, era la fuerza militar más temida.
  • Texcoco, con alrededor de 25,000 a 30,000 almas, aportaba cultura, sabiduría y tradición política.
  • Tlacopan, más pequeña, con unos 10,000 habitantes, completaba la coalición como socio menor.

Juntas, estas ciudades construyeron un imperio que llegó a gobernar a más de 5 millones de personas.

Pero alrededor, como nubes de tormenta, se alzaban los enemigos. Los más temidos eran los tlaxcaltecas, que habitaban una fértil república de alrededor de 150,000 habitantes. Rodeados por tierras mexicas, resistían con fiereza. Con ellos se libraban las célebres guerras floridas, combates pactados donde la sangre y los cautivos eran más valiosos que la conquista misma.

Más al sur, en el valle poblano, se encontraban Huejotzingo (unos 20,000 habitantes) y Cholula (ciudad sagrada con alrededor de 25,000 a 30,000 habitantes). A veces combatían, a veces negociaban, pero nunca estuvieron plenamente sometidas al yugo mexica.

Más lejos aún, hacia el occidente, vivía el único reino capaz de mirar de frente al águila tenochca: los purépechas de Michoacán. Con más de 400,000 habitantes en todo su señorío, sus ejércitos bien armados y organizados derrotaron varias veces a los mexicas, marcando el límite occidental del imperio.

En las montañas del sur, los mixtecos y zapotecos de Oaxaca, con poblaciones de decenas de miles en ciudades como Zaachila o Mitla, resistían y pactaban según la ocasión, manteniendo su cultura y señoríos frente a las campañas mexicas.

Mapa Mexica

aAsí, el imperio vivía entre alianzas y guerras, entre tributos forzados y resistencias constantes. La grandeza de Tenochtitlan se sostenía sobre una red de pueblos conquistados, pero también sobre el rencor de quienes aguardaban su oportunidad. Por eso, cuando los extranjeros de rostro barbado llegaron en 1519, muchos pueblos vieron en ellos algo más que invasores: los vieron como la llave para liberarse del águila mexica.

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