El cuarto viaje de Colon-1502-1504
El 9 de mayo de 1502, con el cabello ya encanecido por los años y el cuerpo marcado por la enfermedad, Cristóbal Colón subió al puente de mando de su nave Capitana. A su lado, su hijo Hernando, de apenas 13 años, lo miraba con admiración y algo de temor. Sabía que este no sería un viaje cualquiera. Su padre ya no era el héroe de antaño, sino un navegante desacreditado, con enemigos en la corte y la prohibición expresa de los Reyes de poner un pie en La Española.
Pero Colón no se rendía. Aún soñaba con hallar el paso secreto al Índico, la ruta que lo redimiría y le devolvería el prestigio perdido.

Zarpó de Cádiz con cuatro carabelas y 150 hombres. Antes de adentrarse en el Atlántico, una noticia alteró su rumbo: los moros asediaban Arcila, en Marruecos. Decidió acudir en ayuda de la plaza, pero cuando llegaron, el cerco ya había sido levantado. Desde allí, su flota se dirigió a las Islas Canarias, donde se aprovisionaron de víveres antes de lanzarse al océano infinito.
Un presagio en el mar
Las primeras semanas de travesía fueron tranquilas, hasta que el cielo se tornó oscuro. Las nubes se arremolinaron en un vórtice amenazante y el viento comenzó a ulular como una bestia invisible. Colón, con su experiencia en los trópicos, supo al instante lo que significaba: un huracán se avecinaba.
Viró rumbo a Santo Domingo, pero al llegar fue rechazado por el gobernador Nicolás de Ovando, quien lo miró con desprecio y se burló de su advertencia. “¡Déjanos en paz con tus presagios, Almirante!”, le dijo, con una mueca de fastidio.
Ovando permitió que una flota de 28 barcos zarpara rumbo a España. Colón observó impotente cómo aquellas embarcaciones desaparecían en el horizonte, directas a la furia del océano.
La tormenta llegó aquella misma noche. El mar, embravecido, devoró la flota de Ovando. Francisco de Bobadilla, el hombre que había encadenado a Colón en su tercer viaje, desapareció en las profundidades junto con Francisco Roldán y cientos de marinos.
Colón, refugiado en un puerto natural, vio cómo su flota resistió el embate de las olas. Cuando la tempestad se disipó, el horizonte estaba sembrado de maderos flotantes y cadáveres. Algunos susurraron que aquello no era más que la mano de Dios haciendo justicia.
A la deriva en tierras desconocidas
Colón prosiguió su viaje, explorando la costa de Honduras, Nicaragua y Costa Rica. En Guanaja, tuvo un extraño encuentro con indígenas que traían oro y mercancías de tierras lejanas. Se convenció de que estaba cerca de Asia.
A medida que avanzaban, el clima se tornó hostil. Tormentas inesperadas azotaban las naves, y las corrientes los arrastraban como si el mar jugara con ellos. El 12 de septiembre, alcanzaron un cabo al que bautizó Gracias a Dios, pues allí encontraron por fin aguas tranquilas.
Colón estaba enfermo. La gota le devoraba las articulaciones y cada paso le costaba un suplicio. Aun así, ordenó seguir explorando. En Veragua, los indígenas hablaban de grandes minas de oro en el interior de la selva. Era la oportunidad de demostrar que su expedición no había sido en vano.
La traición de Veragua
En enero de 1503, fundaron un asentamiento a orillas del río Belén. Dejaron a 80 hombres con Bartolomé Colón al mando y, cuando el clima lo permitió, Colón partió en busca de vientos favorables para regresar a Castilla.
Pero la presencia de los españoles incomodó a los indígenas, que atacaron el poblado liderado por el cacique Quibián. Los supervivientes huyeron a los barcos en una lucha desesperada entre flechas y espadas.
Colón comprendió que no podía mantener aquel enclave. Zarparon en retirada, con los cuerpos heridos y el espíritu abatido.
El desastre final: naufragio en Jamaica
Las naves estaban en ruinas. El mar las había golpeado sin piedad, las tormentas habían abierto grietas en sus cascos y las termitas devoraban la madera.
El 24 de junio de 1503, sin más remedio, encallaron en Jamaica. El Almirante ordenó construir chozas sobre las cubiertas para evitar que los hombres desertaran. Dependían de los nativos para sobrevivir, intercambiando cuentas de vidrio y cuchillos por alimentos.
Pero el tiempo pasó y no llegaba ningún rescate. Los hombres comenzaron a impacientarse. Pronto, un grupo liderado por Francisco Porras se sublevó y tomó las canoas para huir.
Colón, debilitado por la enfermedad y sin más medios que su inteligencia, ideó un plan. Consultó sus cartas astronómicas y vio que un eclipse lunar se avecinaba el 29 de febrero de 1504.
Convocó a los indígenas y les dijo que, si no seguían ayudando a los náufragos, los dioses oscurecerían la luna como señal de su furia. Cuando el eclipse ocurrió, los nativos, aterrados, suplicaron perdón y le ofrecieron más alimentos.
Mientras tanto, Diego Méndez y Bartolomé de Flisco, en una peligrosa travesía en canoa, lograron llegar a La Española para pedir ayuda.
Regreso a casa: un hombre derrotado

El 28 de junio de 1504, tras un año de sufrimiento en Jamaica, llegó por fin el rescate. Los hombres estaban demacrados y enfermos.
Colón desembarcó en Santo Domingo el 13 de agosto. Nicolás de Ovando lo trató con frialdad y no le brindó honores.
El 12 de septiembre partió hacia España. Navegó sin hablar, observando el mar que había sido su hogar y su condena.
El 7 de noviembre de 1504, llegó a Sanlúcar de Barrameda. Era el final de su último viaje. La corte ya no lo recibía con júbilo. Isabel la Católica había muerto, y con ella, su último apoyo.
Colón pasó sus últimos días en Valladolid, escribiendo cartas a la corona, reclamando lo que le habían arrebatado. Murió el 20 de mayo de 1506, sin saber que no había llegado a Asia, sino a un nuevo mundo.
Y así, el hombre que había abierto los caminos del océano terminó su vida en la sombra. Pero su legado, como las olas, nunca se detendría.
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