El segundo viaje de Colon-1493-1496

El segundo viaje de Colon-1493-1496

El segundo viaje – El retorno del navegante

La brisa del océano era densa y cargada de salitre el 25 de septiembre de 1493, cuando la flota de diecisiete barcos: 5 naos y 12 carabelas, y con una tripulación de 1800 hombres liderada por Cristóbal Colón zarpó desde Cádiz. Las velas ondeaban como estandartes al viento, impulsando no solo las naves, sino también los sueños y ambiciones de la Corona española. Atrás quedaba el fervor de los preparativos, dirigidos con precisión por el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, hombre capaz y sagaz, a quien los Reyes Católicos habían encomendado la organización de esta monumental empresa.

El segundo viaje no era como el primero. Ya no se trataba solo de explorar mares desconocidos, sino de conquistar y colonizar. En las entrañas de los barcos, junto con las provisiones, se transportaban cerdos, gallinas, semillas y plantas que, se esperaba, echarían raíces en el Nuevo Mundo. También viajaban religiosos, con la misión de llevar la fe cristiana a los nativos. Pero los hombres de la expedición, muchos de ellos colonos sin experiencia marinera, no compartían tanto entusiasmo por la religión como por las riquezas que Colón había prometido encontrar.

Segundo viaje de Cristobal Colón

Al llegar a las Antillas Menores, el paisaje exuberante y las aguas cristalinas despertaron admiración entre los marineros, pero la euforia no duró mucho. Cuando alcanzaron el Fuerte Navidad el 27 de noviembre, lo encontraron reducido a cenizas, sus defensores asesinados. El aire estaba cargado de un silencio sepulcral que heló el ánimo de los hombres. Colón, cuya reputación como descubridor había encandilado a la Corte, sintió cómo el peso de la incertidumbre caía sobre sus hombros. Aquel desastre sembró la duda sobre su capacidad para gestionar las nuevas tierras.

Sin embargo, el navegante no se dejó amedrentar. Muy cerca del fuerte destruido, fundó la primera ciudad colonial, que llamó La Isabela, el 6 de Enero de 1494. Desde allí, continuó explorando, descubriendo Cuba y Jamaica, y trazando cartas náuticas que confirmarían la existencia de las tierras prometidas. Pero no todo era descubrimiento; los problemas se multiplicaban como tormentas en alta mar.

La adaptación a aquel nuevo mundo resultaba ardua para los colonos. Los cultivos mediterráneos, como la vid y los cereales, fracasaron en los suelos americanos, y los castellanos, acostumbrados a su dieta, sufrían al consumir los alimentos indígenas. A esto se sumaban los trabajos agotadores para construir asentamientos y el descontento por las estrictas medidas de Colón, quien se negaba a permitir el enriquecimiento personal de sus hombres. La tensión era palpable, y el motín era una sombra siempre acechante.

En febrero de 1494, Colón envió una expedición de auxilio a España con doce barcos, rogando a los Reyes por refuerzos. Pero su prestigio sufrió un nuevo golpe cuando, al regresar los socorros en junio de ese mismo año, llegaron también rumores y quejas de los descontentos. Algunos de sus propios hombres lo acusaban de incompetencia ante la Corte, mientras que en La Española las tensiones con los nativos estallaban en una rebelión brutalmente reprimida.

El declive de la población indígena comenzó bajo la pesada carga de los tributos impuestos: algodón y oro, en cantidades imposibles de extraer sin un agotador esfuerzo. Algunos indígenas fueron enviados como esclavos a España, pero los Reyes Católicos, cautelosos ante la cuestión moral, prohibieron su comercialización hasta esclarecer su licitud.

Las críticas no cesaban. En respuesta, la Corona envió al comisario real Juan de Aguado para fiscalizar las acciones de Colón. Los choques entre ambos eran inevitables. En marzo de 1496, cansado de tantas disputas, Colón decidió regresar a Castilla, llegando a Cádiz en junio. Ante los Reyes Católicos, en una audiencia en Burgos, Colón buscó impresionar. Se presentó rodeado de indígenas vestidos con coloridas plumas, portando aves exóticas y luciendo un hábito franciscano, como un hombre consagrado a su misión.

A pesar del espectáculo, los detractores no cesaban en su empeño. Fonseca y otros cortesanos denunciaron el escaso provecho económico de las expediciones y cuestionaron la abundancia de oro en las nuevas tierras. Pero Colón, con la tenacidad que lo caracterizaba, defendió su causa, destacando la labor evangelizadora y las riquezas aún por descubrir.

La figura de Colón quedó atrapada en una red de intrigas y disputas políticas. Su segundo viaje, que debía consolidar su prestigio y los intereses de la Corona, se convirtió en una lucha constante contra enemigos visibles e invisibles. El navegante, que había soñado con gloria y riquezas, ahora se enfrentaba al peso de un mundo nuevo, tanto en tierras lejanas como en los pasillos de los palacios de Castilla.

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